Abrid los ojos. Y el corazón

 

ABRID LOS OJOS, ABRID BIEN LOS OJOS.

 

Introducción. Uno de los peligros más reales de nuestra vida es la rutina, el ir viviendo el paso de los días, las actividades que realizamos, pero sin vibrar, sin disfrutar, como metidos en una espiral donde todos los días se repiten y nosotros nos vamos ahogando. Se combate la rutina con la esperanza, con la seguridad de que lo que vivimos sirve para algo. Sin esperanza no se puede vivir. La esperanza es la fuerza de la vida, el motor, el impulso vital. Por eso, cuando en una persona se apaga la esperanza, se apaga la vida. El individuo comienza un proceso de regresión y anulación. La persona se encoge, no busca, no crea nada nuevo, cae en la pasividad. La vida se apaga: vivir sin esperanza es no vivir. Y es responsabilidad nuestra encontrar razones y motivos para esperanzarnos. Es cierto que muchas evidencias diarias nos hablan de fracasos, enfermedades de personas queridas y cercanas. Heridas provocadas por convivencias conflictivas, momentos amargos de reconocer nuestros límites, complejos, soledades. Pero es precisamente en los momentos de máxima oscuridad, cuando tenemos que activar la confianza en la llegada de la luz del amanecer.

La esperanza no es la euforia de un instante, la reacción de un momento. Es una postura permanente, un estilo de vida una manera de estar en la vida en una actitud positiva y confiada. La esperanza no se vive, por tanto, a ratos, unos días sí y otros no. Ciertamente, unos días habrá más razones para mirar el futuro de manera esperanzada y otros días habrá menos razones, pero la esperanza es un talante, un estilo de afrontar la vida de manera confiada.

Lo que Dios nos dice. “Jesús se acercó y les habló: Me han concedido plena autoridad en cielo y tierra. Por tanto, id a hacer discípulos entre todos los pueblos, bautizadlos consagrándolos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y enseñadles a cumplir cuanto os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo”. Mt 28,18-20.

Saber que está muy cerca de nosotros, el que ha vencido a la muerte, el que nos capacita para darle a nuestra vida la abundancia de sentido, de alegría, de amor es la razón más poderosa para vivir esperanzados. No estamos nunca solos. El problema es el descubrirlo o no. Por eso es tan necesario abrir los ojos, levantar la mirada, activar el corazón para descubrir el tesoro que se esconde en todo lo que hacemos. Pasar de la vida de esclavos, como asalariados y vivirnos cómo realmente somos: hijos.

 

Lo cotidiano está cargado de milagro, lo que sólo lo reconocemos cuando lo perdemos. Poder trabajar, o estudiar, tener salud para hacerlo. Que nuestra vida cuente con familias, con amigos, con planes de ocio, con posibilidades culturales, con alimentos, vivienda, paz social, seguridad, nos hace unos auténticos privilegiados. Lo que pasa es que nos acostumbramos. Y ese es el gran peligro. El creer en lo profundo del corazón que nunca me va a pasar algo grande. Y es que el grande soy yo.

Tener momentos difíciles, de sentirnos solos, de ambicionar y desear vivir lo que no tengo es parte del camino. Pero de la rutina se sale también ejercitando la actitud de la gratitud. Es normal vivir épocas en las que se activa el deseo, se despiertan las expectativas de algo mejor. Pero el peligro es situar la felicidad y la plenitud en el futuro. Cuando logre mis objetivos, cuando llegue a la meta, cuando acabe los estudios, cuando encuentre a la persona de mi vida. Y en esa espera de que llegue el futuro, se nos escapa el presente. Más que esperar que ocurra lo maravilloso, la fe nos invita a reconocer lo milagroso que ya ocurre. Aquí, ahora, con estos, conmigo.

“Estad siempre alegres, orad sin cesar, dad gracias por todo. Eso es lo que quiere Dios de vosotros como cristianos. No apaguéis el espíritu, no despreciéis la profecía, examinadlo todo y retened lo bueno, evitad toda especie de mal. El Dios de la paz os santifique completamente; os conserve íntegros en espíritu, alma y cuerpo, e irreprochables para cuando venga nuestro Señor Jesucristo. El que os llamó es fiel y lo cumplirá.” 1Tes 5,16-24.

No apaguemos las razones para la alegría, de estar, de ser. Las maravillosas personas que nos rodean. No nos acostumbremos a la queja, a la mediocridad, a vivir con bajas revoluciones. Activemos y despertemos la mirada limpia de quien se decide a estrenar cada día, y a vivirlo, como si fuera el ultimo.

“Os aseguro que lloraréis y os lamentaréis mientras el mundo se divierte; estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo. Cuando una mujer va a dar a luz, está triste, porque le llega su hora. Pero, cuando ha dado a luz a la criatura, no se acuerda de la angustia, por la alegría de haber traído un hombre al mundo. Así vosotros ahora estáis tristes; pero os volveré a visitar y os llenaréis de alegría, y nadie os la quitará.” Jn 16,20-22.

Tener lágrimas en los ojos, anhelos en el corazón, días de oscuridad y de tristeza es humano. Es necesario para empatizar y comprender el dolor que viven nuestros hermanos. Sería obsceno pretender una vida privilegiada y ausente de todo sufrimiento. El mismo Jesús nos pide que cojamos la cruz de cada día, porque las cruces compartidas en donde se encuentra con más nitidez la bondad de lo humano. Pero tenemos la capacidad de convertir el luto en danzas, el sepulcro en el lugar del abrazo más intenso, las heridas y cicatrices en artísticos tatuajes que nos recuerdan lo amados y acompañados que somos.

Cómo podemos vivirlo. Es necesario tiempos de silencio, de oración, de calmar el corazón y escuchar, como María la hermana de Marta, sentada a los pies del Señor, las palabras de ánimo, de consuelo, de alianza, que Jesús nos susurra al oído. Dichosos nosotros que oímos esas palabras, que vemos y tocamos con nuestras manos, ese derroche de amor de Dios que nos llama a cada uno a colaborar diariamente en pasar del valle de lágrimas, al banquete del reino.


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