Vivimos tiempos convulsos. Guerras, polarización, miedo, incertidumbre. Y aunque muchos se consuelan pensando que el conflicto pertenece a otros continentes o a latitudes lejanas, lo cierto es que la falta de paz se extiende como una niebla densa sobre todo el planeta. Ya no se trata solo de la sangre derramada en Ucrania, Gaza, Sudán, Myanmar, Israel, Irán o Yemen. También es la angustia creciente en los barrios de Europa, la ansiedad social que corroe la convivencia, el desgaste emocional que mina nuestras relaciones cotidianas. La guerra no solo mata personas, también mata vidas en vida, ya no está lejos de nuestra existencia. Nos atraviesa. Está entre nosotros.
Los enfrentamientos bélicos son el punto de máxima ebullición de un mal mucho más profundo: la descomposición social alimentada por ideologías enfrentadas, discursos políticos tóxicos y una progresiva pérdida de criterio personal.
¿Pero de quién es la responsabilidad? ¿De los políticos que agitan las banderas del odio o de los ciudadanos que los eligen? Es una pregunta incómoda. Porque en democracia, el político no es un tirano impuesto, sino el reflejo —deformado, tal vez, pero reflejo al fin— de una mayoría social. Esto nos obliga a mirar hacia nosotros mismos. Los ciudadanos somos, muchas veces, cómplices inconscientes de un sistema que nos seduce con eslóganes y trincheras ideológicas, mientras nos arrebata la paz interior, en ocasiones, como acción-reacción que nos predispone a defender lo que consideramos propio (religión, ideologías, injusticias).
La polarización, esa forma moderna de guerra civil sin armas, se ha convertido en un estilo de vida. Importa lo que se dice y quién lo dice. Todo está alineado: medios, universidades, redes sociales, foros institucionales… Se premia la consigna, no la verdad; la emoción, no la razón. Y este clima lo cultivan los políticos, sí, pero también lo alimenta una sociedad cada vez menos crítica y más tribal.
La educación ha cedido ante el entretenimiento, y el debate ha sido sustituido por el juicio moral inmediato. La sociedad ha renunciado a pensar, y esa renuncia es el germen de todos los conflictos. Una mente que no reflexiona es una mente fácilmente manipulable
El pensamiento crítico, ese músculo indispensable para la libertad, está atrofiado. El ciudadano medio ya no quiere comprender, solo confirmar lo que piensa. La educación ha cedido ante el entretenimiento, y el debate ha sido sustituido por el juicio moral inmediato. La sociedad ha renunciado a pensar, y esa renuncia es el germen de todos los conflictos. Una mente que no reflexiona es una mente fácilmente manipulable. Por otro lado, las tecnologías, lejos de conectar con la verdad, han creado burbujas. Cada cual vive rodeado de sus propias certezas algorítmicas. Esta estandarización del pensamiento ha derivado en una forma sutil —y profundamente eficaz— en esclavitud intelectual.
Europa, antaño faro de la civilización, vive hoy su propia distopía. Las políticas de la Comisión Europea: climáticas irracionales, el control de la vida de los ciudadanos a través del euro digital, leyes que no armonizan la convivencia, sino que tienden al control del movimiento -ciudades de 15 minutos-, consumo diario, viajes, estancias, tiempo dedicado… todo se disfraza de progreso, pero su objetivo es el control, o así lo percibe cada día más gente.
España no escapa a esta tendencia y los últimos casos de corrupción política desde el gobierno de la nación lo confirman. Más allá de sus vaivenes ideológicos, lo que se vive es una creciente fragmentación interna, donde el adversario político ya no es rival, sino enemigo. Y así, el país se degrada sin necesidad de guerra. Basta el conflicto continuo, el ruido diario, el cainismo sistemático. Un sándwich perfecto entre poder y propaganda mediática, enlonchan a la los ciudadanos en el desconcierto y la radicalización personal.
El mundo se mueve también al compás del choque entre imperios. Rusia, China, los países islámicos, Estados Unidos y sus respectivas órbitas no buscan la paz, sino la hegemonía. Ya no se trata solo de armas o territorios, sino de imponer visiones del mundo, mientras los líderes juegan al ajedrez geopolítico, las poblaciones pagan el precio de su arrogancia, o sus ambiciones personales sin pensar en las consecuencias para la humanidad.
¿Hay salida? Sí, pero ni fácil ni a corto plazo. Ya son varias generaciones de deconstrucción sociointelectual. Romper este círculo vicioso implica volver a formar ciudadanos capaces de pensar, es decir, con la necesaria capacidad de análisis sobre la trascendencia de sus acciones. Hay que devolver el pensamiento a las aulas, a los medios, a los hogares. Recuperar el valor del desacuerdo sereno y exigir a los políticos no solo eficacia técnica, sino altura moral.
Rusia, China, los países islámicos, Estados Unidos y sus respectivas órbitas no buscan la paz, sino la hegemonía. Ya no se trata solo de armas o territorios, sino de imponer visiones del mundo
La gran tragedia de nuestra era no es solo la guerra, sino la falta de voluntad para evitarla. La paz se ha vuelto impopular porque requiere sacrificio, diálogo, humildad… y ninguna de esas virtudes cotiza hoy en las urnas ni en las redes sociales. La política global se ha convertido en un juego cínico donde lo simbólico pesa más que lo real.
Ciudadanía y derecho (Almuzara Universidad), de vv. aa. En esta obra, fruto de unas jornadas en el 2023 en la Universidad Complutense, se reúne a expertos en derecho y filosofía para analizar los retos actuales de la ciudadanía. Aborda cuestiones como la igualdad, la justicia restaurativa o la libertad digital, integrados históricos, jurídicos y sociológicos. Con una mirada crítica y multidisciplinar, ofrece claves para llegar cómo se redefinen hoy los derechos, y valores que configuran nuestra vida en sociedad.
Habitar nuestro tiempo (Sekotia), de vv. aa. Una conversación entre Taylor, Williams y Carrón ofrece una visión esperanzadora en tiempos de incertidumbre. Frente al colapso de certezas tradicionales, la secularización se presenta como una oportunidad para redescubrir la esencia de la fe y del ser humano. Lejos del lamento, proponen una aventura vital guiada por el asombro, el dolor y la duda, donde la esperanza se convierte en clave para habitar el presente con profundidad y sin miedo.
La filosofía del siglo XX (Pinolia), de Rolando Pérez. En su nueva obra, el autor ofrece una lúcida panorámica del pensamiento filosófico del siglo XX, desde el idealismo alemán hasta el poshumanismo. Examina el impacto de la antifilosofía, la analítica, el diálogo con el psicoanálisis, y el existencialismo en su dimensión cultural. Destacar las aportaciones del feminismo y el poscolonialismo, y culminó cómo el estructuralismo y la revolución tecnológica replantean hoy nuestra identidad.